Mucha tinta y sangre ha corrido desde que en 1897 Bram Stoker diera vida a Drácula, ese vampiro siniestro obsesionado con la antihigiénica manía de chupar el cuello de cuanto infeliz se enredara entre sus colmillos.
Ciento cincuenta y cuatro películas, treinta novelas largas, ciento veinte cortas, diez y nueve series de televisión y seiscientos cómics dan cuenta de la popularidad del bicho transilvano. ¡Ya quisieran nuestros legisladores semejante aceptación...!
Remontando el hilo de sangre de la leyenda buscamos los orígenes de la misma y nos topamos con que Drácula, como todo los rumanos, nació en Rumania. Su verdadero nombre era Vlad Tepes y el apellido Dracul, que significaba en lengua nativa 'el diablo', le venía por sangre directa de su padre Vlad Dracul, que en las crónicas sajonas es llamado Dracule y en las bizantinas es señalado como Draculis. Mas, este último señalamiento fue motivo de varias mordidas de cuello y de otro río de sangre puesto que el viejo vampiro, celoso de su fama de sanguinario y cuco de los musulmanes, sospechó en el mote ciertas alusiones respecto a sus preferencias sexuales que no convenían a un vampiro de colmillo en cuello.
Dracul, como todo vampiro bebedor y de mujeres chupar, tuvo su hijo: el príncipe Vlad Tepes, el cual siempre firmó con el nombre de su beodo progenitor. Este muchacho superó con creces los hábitos y fama de su padre, llegando a ser llamado El Empalador, por la no tan feliz manía de sentar a sus enemigos sobre una estaca afilada.
Se cuenta en los bares y bancos de sangre de Transilvania que Tepes, el Draculita, frustró los sueños del sultán turco Mohamet II de conquistar Europa. Ante el horror de unos pocos sobrevivientes, el príncipe cristiano sentó en las estacas a 250,000 moros que atravesados por salva sea la parte se vieron en la odiosa obligación de morir -como cualquier otro hijo de vecino sobre semejante trono-.
También corre aún el run run en los antros sangriólicos que, ante las numerosas quejas del aumento de los pobres en el reino, el joven Vlad se decidió a organizar un ágape en su castillo de las afueras de Valaquia. Mesas monumentales y bien surtidas eran la delicia de los pobres invitados, y abundante vino regaba los manjares. Cuando el convite alcanzó su apogeo, pirotécnicos apostados en los muros externos prendieron fuego a la posada para preparar el plato principal: mendigos a la brasa. A la mañana siguiente el problema de los menesterosos estaba resuelto.
Por si las moscas, acá en estos lares, nos colgaremos un colmillo de ajo en el cuello porque los vientos que soplan- navideños y huracanados- anuncian que expertos vampirólogos se han infiltrado en los más influyentes puestos de poder y toma de decisiones...No más vuelva la mirada hacia el coloso del norte y verá.
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